Tras el paréntesis que supuso la publicación del Cuento (alternativo) de navidad 2023, vuelvo a la serie de entradas orientadas a acercar la terapia al blog. Es el turno para hablar de la disociación. Empezaré contándote una historia:
Daniel trabaja como informático en una importante empresa tecnológica. Es bueno en su trabajo, su jefe confía en él, tanto que le carga de responsabilidades que asume y resuelve “porque es mi deber”. Sin darse cuenta ha ido creciendo en su interior una sensación de enfado porque (piensa) “igual que me lo pide a mí, se lo podía pedir a otras personas de la empresa”. Pero (piensa también) “cualquiera le dice nada al jefe con el carácter que tiene”. Tiene miedo a perder el trabajo que tanto le ha costado conseguir.
Por lo demás, las cosas le van bien; tiene una relación de pareja estable, quizás algo estancada. Ella lo ve muy raro últimamente y le ha recomendado que se lo haga mirar. Y, como relatan tantas otras personas, su infancia fue feliz. No le faltó de nada y aprendió valores (¿quizás mandatos?) como la responsabilidad, el esfuerzo y el respeto a la autoridad que han impulsado su carrera profesional con éxito. Daniel valora su vida como “normal” y satisfactoria.
Pablo suele llevar una dinámica autodestructiva los fines de semana basada en un elevado consumo de drogas, vínculos sociales disfuncionales y relaciones superficiales y poco estimulantes. Suele saltarse las normas básicas de convivencia con su pareja (infidelidades), también las de tráfico, y siente un enorme vacío si le queda algún hueco sin actividades que hacer.
Teme al domingo por la tarde porque le da pavor retomar su trabajo al día siguiente. Más de una vez se ha abandonado a su suerte pensando que si el lunes a las ocho no se presenta, se quitaría un peso de encima. Al final acaba apareciendo su pareja para despertarlo o el sonido de ese despertador que cada viernes por la tarde se promete apagar pero que, por algún motivo desconocido, siempre deja encendido.
En realidad Daniel y Pablo son los nombres que Alberto ha puesto en su terapia a dos partes de sí mismo que antes de la misma no se conocían. Daniel le recuerda a un amigo de la infancia que era muy responsable y serio, como él de lunes a viernes. Y Pablo es el nombre de un amigo de la adolescencia que le enseñó a vivir la vida al límite, como hace él ahora los fines de semana.
Alberto tiene trastorno de identidad disociativo; coexisten en él dos identidades (Daniel y Pablo) con patrones de funcionamiento muy diferentes entre sí y de las que no tenía consciencia hasta que inició su terapia psicológica, animado por su pareja ante lo extraño de su comportamiento. Lo que antes se denominaba “personalidad múltiple”.
Es muy posible que lo que has leído hasta ahora te suene muy peliculero. Pero en lo que se refiere a salud mental, son los libros, las series y las pelis las que están basadas en la vida real, y no al revés. Por eso, tirando de relatos de la vida real, vamos a profundizar en el por qué de este proceso.
El mecanismo que provoca que la personalidad se fracture se llama disociación. Tiene una función (en principio) protectora, que trata de ponernos a salvo de sufrir cuando vivimos experiencias traumáticas. También aparece en situaciones de cansancio o estrés. Y es universal, porque todos vivimos experiencias más o menos traumáticas y todos nos cansamos y vivimos situaciones estresantes, por lo tanto todos nos disociamos en mayor o menor medida.
“A veces me pasa que estoy haciendo dos cosas a la vez y no me entero de ninguna”
Esto no tiene por qué ser un problema. El cerebro tiene capacidad para hacer varias cosas a la vez, siempre que podemos realizarlas casi en piloto automático. Es lo que conocemos como disociación normativa, que no es otra cosa sino una optimización de los recursos.
Ahora bien, si “no me entero” significa que las estamos haciendo sin un mínimo de consciencia, entonces nos pueden poner en peligro. Por ejemplo, estoy conduciendo y escuchando música a la vez. Esto no es un problema si presto suficiente atención a la carretera y a la vez, soy capaz de distinguir el rock and roll del reggaeton. Pero si no tengo un mínimo de recursos atencionales orientados a la conducción, entonces el riesgo es elevado (en otra entrada tal vez sería interesante abordar los riesgos del reggaeton, pero ese es otro cantar).
“Me cuesta mucho concentrarme en el trabajo. Me doy cuenta de que desconecto con mucha facilidad”
¿No puedes concentrarte porque te aburre tu trabajo? ¿Porque hay otra cosa que te ronda la cabeza mientras trabajas? ¿O porque algo de lo que está ocurriendo en el trabajo te está removiendo?
En el primer caso el problema no es de tipo disociativo. Sencillamente, cuando al cerebro no le interesa suficientemente un tema o estamos cansados, desconecta. Es pura falta de motivación.
En el segundo podríamos hablar de una respuesta normal ante el estrés que nos pueda causar un problema importante de la vida cotidiana. Una parte de mis recursos cognitivos y atencionales se quedan enganchados al problema, y volverán a estar disponibles más adelante, una vez se haya resuelto lo que me preocupa. Mientras, seguramente mi rendimiento descenderá.
El tercer caso nos acerca a la disociación patológica. El cerebro aprende por asociación y tiende a repetir patrones; si ante una determinada situación aprendimos a funcionar de una forma, funcionaremos igual ante situaciones parecidas.
Un ejemplo: de pequeña Nuria pedía ayuda a su padre con los deberes. A él le encantaba ayudarla con las matemáticas hasta que detectaba un error; entonces se destapaba la caja de los truenos y aparecían los insultos (“eres idiota”), las desvalorizaciones (“no vas a aprender en tu vida”) y algún que otro bofetón.
Su cerebro aprendió a esforzarse mucho para no equivocarse e interiorizó patrones de revisión exhaustivos (cercanos a un TOC) para no cometer errores… hasta que le vencía el agotamiento, se le escapaba un fallo y su padre se daba cuenta. Vuelta a los insultos.
Entonces aparece la disociación patológica: el cerebro de Nuria aprende que la desconexión es la única forma de protegerse cuando la estrategia de revisar una y otra vez no le da para corregir todos los errores. Su cuerpo se paraliza ante el maltrato de su padre, deja de escuchar lo que él le dice, y con el tiempo incluso olvida esos episodios.
Estos son los tres grandes grupos de síntomas disociativos, que podrás ver en profundidad en la próxima entrada.
Volviendo al caso de Nuria, ya adulta, cada vez que en el trabajo no se siente capaz de resolver una tarea, primero intentará revisarla una y otra vez, con el desgaste que implica. Y si no lo consigue, basta con que su jefe le pregunte por la tarea para que ella se sienta amenazada.
Da igual que pudiera resolver la tarea cambiando de estrategia o que su jefe le ofrezca amablemente su ayuda. En su cerebro se han activado patrones automáticos que le hacen revivir situaciones traumáticas, por eso aparece la disociación en forma de desconexión y de dificultades para concentrarse.
Como ya habrás deducido, este es el tipo de disociación que más nos preocupa y que, en un grado extremo, termina por dar lugar al trastorno de identidad disociativo (TID) como el que presentaba Alberto al inicio del relato.
No todos los casos en los que hay disociación son tan extremos; Nuria no presenta TID, pero sí un malestar intenso que afecta a su vida cotidiana y a su salud física y emocional (tiene cefaleas, pinchazos agudos en el pecho y vive agotada). Casos como el suyo son bastante frecuentes y requieren un trabajo terapéutico para conocer el origen de estos síntomas desde nuestro estilo de apego y poder abordarlos.
Hasta aquí por ahora. Si te ha interesado lo que has leído sobre la disociación, en la próxima entrada podrás saber con mayor profundidad a qué suele responder, qué sintomatología presenta y qué tipo de ayuda encontrarás en Grama Psicología.