En la entrada anterior iniciábamos este recorrido por el desconcertante mundo de la disociación hablando del caso más extremo, el de Alberto y su trastorno de identidad disociativo (TID). Y a través de diferentes comentarios extraídos de relatos de terapia nos acercábamos al caso de Nuria, menos extremo que el de Alberto y a la vez mucho más frecuente. En su caso la disociación aparecía con una sintomatología algo más difusa pero causando igualmente malestar en ella y en su día a día.
¿Qué tienen en común ambos casos? La presencia de trauma psicológico, en concreto lo que se conoce como trauma complejo, trauma de apego o trauma relacional, conceptos equivalentes.
Y es que cuando hablamos de sufrimiento emocional hay un principio que no falla: cuando hay trauma, hay disociación. No siempre vemos “más disociadas” a personas que han sufrido “más traumas” porque la vivencia del trauma es muy subjetiva y que afecte más o menos a la salud depende de diversos factores: recursos personales, apoyos en el entorno familiar, la situación socioeconómica… Pero lo que es seguro es que, dándole la vuelta al principio anterior, una persona que se disocia con frecuencia es alguien que ha sufrido trauma psíquico.
Los casos de Alberto y Nuria y los relatos de la entrada anterior nos daban algunas pistas sobre la sintomatología que presenta la disociación, en la que vamos a profundizar a través de otros relatos. Se trata de tres grandes grupos de síntomas: absorción, amnesia y despersonalización-desrealización.
“Esto que te voy a contar te parecerá una tontería; de hecho, ni siquiera sé si pasó, lo soñé o me lo estoy inventando”
Así arrancan las narraciones de muchas personas en terapia sobre sucesos traumáticos; desde abusos, agresiones o malos tratos hasta discusiones aparentemente banales que esconden detrás mucho dolor emocional. Hablamos de la absorción como síntoma disociativo, que puede afectar a muchas esferas de la vida cotidiana: olvidos, distracciones, dificultades para escuchar a alguien que nos habla, revivir sucesos del pasado como si estuvieran ocurriendo en el presente…
El elemento que comparten estas vivencias es que los recursos atencionales quedan mermados. Es decir, tenemos una tarea en primer plano (prestar atención en una reunión de trabajo, leer un libro, escribir este post…) y otra en segundo plano (mi jefe me está echando una bronca y me siento tan inútil como cuando me abroncaban en casa si suspendía un examen, el libro que me estoy leyendo me conecta con mi experiencia de maltrato o escribir este post me pone nervioso porque no sé si va a gustar a todo el mundo, y de pequeño aprendí que lo que hago sólo es valioso si gusta a todo el mundo).
Por eso a veces tenemos la sensación de que me lo estoy inventando, porque a lo que tengo que prestar atención es a esa reunión, al libro o a escribir la entrada (tareas de la vida cotidiana) y no a esas creencias negativas sobre mí o a esas sensaciones de miedo, tristeza…(experiencias de trauma), que en su día sufrimos, que aprendimos a disociar y que ahora seguimos disociando.
“Uffff, no me pidas que te cuente cosas de hace muchos años porque no me acuerdo de nada”
Tener dificultades para acceder a recuerdos del pasado no tiene por qué ser patológico. La memoria tiene límites y suele dejar lejos los recuerdos con los que no tratamos a diario por el simple hecho de liberar espacio para los recuerdos del día a día.
Pero cuando alguien dice esto en un contexto terapéutico es muy habitual que, además, tenga bloqueado el acceso a ciertas memorias porque éstas son dolorosas y están relacionadas con su historia de trauma. Aquí ya no es cuestión de liberar espacio de almacenamiento sino que la amnesia disociativa nos está protegiendo del sufrimiento que genera revivir dichos recuerdos.
Podríamos adaptar el refrán “ojos que no ven, corazón que no siente” a “cerebro que no recuerda, persona que no siente”. Pero esto no es así porque la memoria somática lo recuerda todo y es el cuerpo el que lo sufre en forma de tensiones musculares, cuadros de dolor persistentes, alteraciones hormonales y otros síntomas que acaban invadiendo nuestra vida cotidiana si no trabajamos el material traumático que los está generando.
“A veces siento las manos como si fueran de corcho y no las pudiera manejar, como si no fueran mías”
Este relato alude al fenómeno de la despersonalización, o lo que es lo mismo, la sensación de que algunas partes del cuerpo, o el cuerpo al completo, está desconectado, anestesiado o no nos pertenece. Hay quien lo vive como si se estuviera viendo desde fuera o como si fuera una persona distinta a la que en realidad es.
Cuando esto afecta a la percepción de la realidad hablamos de desrealización. En este caso lo que se altera es la percepción de lo que nos rodea, que adquiere un aspecto diferente, como difuminado, nebuloso, poco claro. Algunas personas lo describen como estar viendo una película que les resulta conocida pero con la que no tienen conexión.
En ambos casos tenemos un factor común: la sensación de desconexión, bien con el cuerpo, bien con el entorno físico. Y también en ambos casos con la misma función: protegernos de algún elemento amenazante.
En el caso de la despersonalización dichas amenazas están en el cuerpo en forma de sensaciones corporales intensas que resultan muy desagradables y que provienen de experiencias traumáticas. Y en la desrealización las señales están fuera, en forma de situaciones amenazantes, personas que nos evocan tratos dañinos o lugares que asociamos a experiencias dolorosas
¿Recuerdas el caso de Nuria? Esa obsesión por revisar sus tareas ante el miedo a que su padre no la agrediera si encontraba un error la ponían en alerta hasta que la vencía el agotamiento, se paralizaba y quedaba desconectada tanto de su cuerpo como de lo que ocurría a su alrededor.
En ambos casos, tanto las señales internas (las del cuerpo) como las externas (las del entorno) hiperactivan el sistema nervioso simpático. Ante el miedo a perder el control sobre esas sensaciones el cerebro activa a fondo, en este caso, el sistema nervioso parasimpático y se produce la mencionada desconexión.
Antes de terminar, recuerda siempre la idea central: si hay disociación, hay trauma psicológico. Cualquiera de estos síntomas aparecen como elementos protectores para evitarnos el sufrimiento de revivir las experiencias traumáticas, pero tienen un coste: también merman nuestras capacidades cognitivas, nos desconectan de las sensaciones placenteras de nuestro cuerpo, de estar presentes y disfrutar de situaciones cotidianas o de poder acceder a recuerdos agradables que también forman parte de nuestra vida. Además del desgaste que sufre nuestro cuerpo en forma de somatizaciones.
¿Y qué puedes hacer si crees que tienes alguno de estos síntomas? Una opción es releer de nuevo esta entrada, y también la anterior, para asegurarte de que ambas hablan de ti.
Pero también puedes ponerte en contacto con Grama Psicología, donde encontrarás una buena terapia psicológica, en un entorno de confianza, con un terapeuta experto en trauma, disociación y EMDR que te ayudará a trabajar tus vivencias traumáticas en condiciones de seguridad para mejorar tu calidad de vida.