En la entrada anterior, y de la mano de la Teoría Polivagal de Stephen Porges, hicimos una incursión al fondo del sistema nervioso que nos ayudó a entender nuestros cambios de estado emocionales.
Si te apetece seguir leyendo (espero que sí), aquí encontrarás algunos ejemplos cotidianos de cómo estos síntomas aparecen en las sesiones de terapia.
Decíamos en dicha entrada que tenemos una zona de activación óptima en la que somos capaces de mantenernos en calma y dar respuestas eficaces a los problemas que se nos presentan. Esto no significa necesariamente “estar feliz” o “no sentir emociones negativas”, sino poder conectar con lo que nos rodea, aceptarlo y afrontarlo.
Lograr un estado fisiológico que te permita hacer uso de tus recursos
Después de un tiempo de trabajo en terapia Soraya (nombre ficticio, como todos los que aparecen en las entradas de este blog) fue capaz de tolerar las sensaciones que le producía cruzarse con su ex-pareja. La relación acabó con mucha tensión y alguna que otra amenaza que le provocaron síntomas de estrés postraumático que en un principio su cuerpo no podía tolerar cada vez que recordaba estos hechos.
Poco a poco fue capaz de tolerar los recuerdos, hasta que un día se cruzó con su ex y su corazón se aceleró hasta cotas desconocidas para ella. Esa hiperactivación también se apreciaba al narrarlo en la siguiente sesión. El trabajo terapéutico ayudó a que la sintomatología bajara en intensidad: era capaz de tolerar también ese recuerdo y se sentía preparada para otro posible encuentro que acabó llegando de nuevo por azar y que Soraya pudo manejar.
En ningún momento relató que le resultara agradable ese segundo encuentro, pero, a diferencia del primero, su estado fisiológico le permitió hacer uso de sus recursos: pudo saludar en la forma en que ella imaginó (cordial y distante), poner límites a las insistencias de su ex-pareja en volver a verse y marcharse cuando la situación empezó a ser incómoda para ella.
Todos estos recursos se encuentran disponibles sólo si nos mantenemos en la zona óptima de la ventana de tolerancia
Jesús llegó a la primera sesión de terapia diciendo que tenía dentro un volcán. Estaba en un momento vital altamente estresante y cualquier dosis de estrés le hiperactivaba: jugar un partido de baloncesto, hacer un plan con su pareja o hablar por teléfono con su madre.
En las sesiones relataba estos episodios entre lágrimas y sollozos entrecortados, visiblemente enfadado, en este caso consigo mismo. El volcán que decía sentir dentro de sí entraba en erupción escupiendo emociones que en ese momento no podía manejar.
Su principal dificultad era percibir cuándo su actividad nerviosa se empezaba a acelerar; pasaba de 0 a 100 en apenas segundos, lo que Daniel Goleman denominó “secuestro emocional”. Esta brusca aceleración le llevaba a discutir, gritar o marcharse en medio del partido, algo que luego le hacía sentirse muy culpable.
Estaba en la zona de hiperactivación y pánico de la ventana de tolerancia
Dentro de esas franjas sólo están disponibles recursos para luchar (discutir, gritar…) o huir (marcharse en medio del partido).
En una entrada anterior hablábamos del caso de Teresa, del “tembleque” en su pie derecho cada vez que contactaba con sus experiencias traumáticas y de cómo fue capaz de identificarlo como un estado propio de dicha zona de hiperactivación y pánico.
Distinto es el caso de Esteban. En las primeras sesiones llegaba a la terapia algo encogido, con los hombros caídos y un tono de voz bajo que se convertía casi en un hilillo cuando hablaba de episodios dolorosos de su vida.
Estaba en la zona de hipoactivación y congelación de la ventana de tolerancia
Aunque suene paradójico, su sistema nervioso parasimpático (rama vagal-dorsal) se activaba tanto que lo desactivaba. Esta parte de dicho sistema tiende a inmovilizarnos, por lo que los recursos con los que podemos afrontar una amenaza (por ejemplo, narrar en terapia un episodio de abusos) se bloquean. Y en ausencia de dichos recursos aparece la disociación.
Con el tiempo y la experiencia se pueden desarrollar recursos “de piloto automático” con los que combatir los síntomas disociativos y que parezca que seguimos en el mundo. Pero el esfuerzo es tremendo y tiene un alto coste emocional.
Es el caso de Manuela, que compartía en sus sesiones de terapia psicológica cómo había aprendido a asentir, a sonreír o a dar respuestas automáticas para aparentar que estaba prestando atención en determinadas conversaciones en las que realmente estaba ausente.
Otros ejemplos son personas que dicen sentirse huecas cuando recuerdan o que al hablar de su historia de trauma ponen la “mirada de las mil yardas”, típica de la sintomatología del trastorno de estrés postraumático.
La terapia EMDR es una herramienta muy útil para el tratamiento de estos síntomas porque nos permite trabajar con estos estados de tres formas:
- Aportando herramientas o reforzando las que ya existen para que la persona se mantenga el mayor tiempo posible en la zona óptima de la ventana de tolerancia.
- Reduciendo la intensidad de los estados de hiperactivación mediante técnicas de regulación emocional como la respiración consciente, la respiración diafragmática o la relajación muscular.
- Desarrollando recursos que permitan a la persona ser consciente del inicio de la sintomatología disociativa y manejarla, principalmente a través de técnicas narrativas y de consciencia corporal.
Así que ya sabes, si quieres darle un respiro a tu sistema nervioso y que tu ventana de tolerancia te muestre las mejores vistas de tus paisajes emocionales, ponte en contacto con Grama Psicología y comienza aquí el camino a tu terapia psicológica.