Un sábado cualquiera en un barrio cualquiera de cualquier gran urbe, dos equipos cualesquiera de edades entre 8 y 9 años calientan antes de un partido cualquiera. Todo transcurre con normalidad; los niños (y las niñas, hay una por equipo) escuchan las últimas instrucciones de sus entrenadores y el partido comienza.
Los dos equipos alternan democráticamente sus primeras posesiones: las del equipo azul duran varios segundos, incluso algún minuto, con varios pases, algún regate, buenas combinaciones y múltiples tiros a puerta. Las del equipo naranja, duran no más de un pase y cinco segundos.
De repente algo llama mi atención: un tipo embutido en un polo muy ajustado y con gafas de sol comienza a dirigirse a los jugadores de azul en tono amenazante, reprochando cada una de sus acciones. No es un aficionado radical de los que estamos acostumbrados a ver en los estadios, ni siquiera un aficionado decepcionado por el rendimiento de su equipo; es el entrenador del equipo azul. No parece contento con el chorro de goles que su equipo está marcando. En un momento dado, tras realizar un cambio, arremete contra el jugador (de 9 años) que llega al banquillo. Lo aborda, se encara con él y le grita a un metro de distancia: “¡Que te vayas al final del banquillo! ¡Que aquí se hace lo que digo yo, no lo que quieras tú! ¡Y si no te gusta, te vas con tus padres!”. Todo, desde su imponente 1’90 de estatura (física) entre aspavientos y con la cara desencajada.
Papás, mamás: esto os interesa
Acto seguido mi atención se desplaza hacia los familiares, que se sitúan a apenas 15 metros del banquillo. En los dos segundos que tardé en localizarlos mi mente construye una imagen: estarán indignados ante el trato vejatorio que está sufriendo ese niño. Se dirigirán al entrenador y le pedirán que rectifique su actitud y pida disculpas por esa forma de maltrato al menor… pero no, cuando fijo mi vista en ellos observó padres y madres que charlan animadamente y aplauden como autómatas los 17 goles consecutivos de su equipo. Se les ve satisfechos.
Avanza el partido y la goleada es ya de escándalo. El entrenador del equipo azul se va sosegando, hasta que llega un punto en el que apenas da instrucciones a sus jugadores. Sólo lo hace en los tiempos muertos y con pizarra. Padres y madres ya casi ni celebran los goles. ¿Alguien se imaginaría cómo reaccionaría si sus hijos fueran tratados de esa forma en el colegio? ¿O si ellos mismos recibieron ese trato por su monitor del gimnasio o por su profesora de inglés? ¿O incluso si su jefe les “hablara” así? ¿Por qué al entrenador de sus hijos sí se lo permiten? Se me olvidaba: es que así los niños espabilan. Gracias a que su entrenador es exigente, ganan partidos todos los sábados. Porque ¿para qué hace deporte mi hijo, si no es para ganar?
Papá, mamá: ni tu hijo ni tu hija merecen que los traten así. Su entrenador es un educador, no un domador de fieras. Y tú eres el responsable de exigir que les eduquen en valores y no les adiestren para una guerra. Habla con el entrenador, con el club, pide un cambio de comportamiento de esa persona. A lo mejor no se ha dado cuenta de que está haciendo daño con su conducta porque a lo mejor nadie se lo ha dicho nunca. ¿Te imaginas que esa persona no es consciente de que niños y niñas no son soldados, que en el deporte no está nuestra vida en juego y que ganar es algo mucho más sano que meter más goles que el rival? Piensa un momento cuántos niños y niñas se beneficiarán de este aprendizaje de su entrenador… Sí, lo sé. Quizá es utópico pensar que las personas cambiamos así de repente nuestra forma de actuar. Pero ¿por qué no intentarlo?
Resignado, retomo el paseo con mis hijas pensando que ojalá algún día hagan deporte y ojalá nunca les toque un entrenador así… y pensando también que como padre, espero no quedarme de brazos cruzados si esto llegara a ocurrir. Sé que no es fácil, pero nuestros hijos e hijas necesitan nuestra protección.
¡Sí se puede! (se puede aprender y disfrutar más allá del resultado)
Y mientras pienso en cómo poner esto en un papel y me alejo del campo, una voz resuena pequeñita: “tranquilos chicos, no pasa nada. Ánimo. Vamos a tocar un poco más el balón”. Me giro; es el entrenador del equipo naranja, el que está siendo goleado y no pasa de medio campo ante la presión asfixiante del rival. Y veo cómo los chicos (y la chica) lo siguen intentando: corren, se pasan la pelota, se ayudan dándose indicaciones… ¿O es mi mente que se lo está imaginando? Decido creer que es real.
P.D. Lo admito: el relato es demasiado crudo para ser cierto. Hay datos que no coinciden con la realidad y será mejor aclararlos: el equipo azul no iba de azul, sino de blanco; y el naranja, de morado. Y acabo de caer en que quizá el entrenador no midiera 1´90, es demasiado. Debe medir 1´80 y a mí me pareció más grande cuando lo vi; pero es que gritaba tan fuerte…